Desde niño la soledad fue mi compañera, ser el más pequeño de una familia ya consolidada en la que mis padres rondaban casi los 50 años y mis hermanos eran ya adolescente a mi llegada propició una fuerte separación de intereses entre ellos y yo, a quienes, sin embargo, trate de seguir a pesar de nunca congeniar con ellos. Algo similar pasó con mis amigos de la escuela, a pesar de tener edad similar a la mía, mis interese no coincidían, yo era un niño con comportamiento de adulto, comentarios mordaces y complejos que pocos comprendía, mi actitud no fue distinta.
Muchos años pasaron para sentirme cómodo, fue hasta la adolescencia cuando me sentí parte de un grupo, incluso mi hermano, quien fue el más pequeño antes que yo, vivió conmigo la adolescencia que de joven no pudo, pues tenía demasiadas responsabilidades.
Pasó el tiempo y a pesar de pertenecer a un grupo siempre anhelé un hermano para compartí todo con él, me refiero a un hermano con intereses y edad semejantes, en la adolescencia mi hermano me acompañó y aunque ya no era su tiempo, con él compartí fiestas, amigos, borracheras y otras cosas más, pero un buen día decidió casarse
Aunque en un principio sentí celos, entendí que era natural que eso pasara, mi mayor consuelo fue al saber que un sobrino estaba en camino. A pesar que en ese momento yo tenía ya 21 años, mi anhelo de tener un “hermanito” con quién jugar y divertirme regresó.
Al nacer el pequeño Azaí sentí algo tan especial que jamás podré describir con palabras, poco tiempo tardé en enamorarme de ese niño, día con día lo visitaba, dormía con él, cambiaba sus pañales le daba de comer y hacía todo lo que un padre haría. Conforme creció el vínculo entre él y yo se hizo cada vez más fuerte, al grado de ser bendecido con la oportunidad de ser su padrino.
No había día en que no jugara con él, no había día en que no lo mencionara o a las maravillosas situaciones que de él surgían. Mi vida comenzó a girar alrededor de ese niño, mientras más tiempo pasaba a su lado, mas me conquistaba con su inocencia, su inteligencia y todo su ser.
Con el paso del tiempo su papá tuvo que cambiar de residencia, dejándolo junto a su mamá y su hermanita aquí en el D.F. si antes era para él una persona importante, ahora me convertía en la figura masculina de su casa, o al menos eso quiero pensar.
Aunque el niño se adaptó a la situación es innegable el hecho de que sufre la ausencia de su padre, así que lo más natural fue, para él, su mamá y su hermana, llevárselo a vivir a la ciudad donde trabaja mi hermano.
Es entonces esta decisión la que me entristece el alma, no quiero dejarlo ir, no quiero que se vaya lejos, que me deje, que cambie su personalidad. Es apenas un niño y seguramente en poco tiempo comenzará a actuar como un regiomontano más, no tengo nada contra ellos, pero ese no es él, esa no es la esencia de mi chaparrito.
Hace tiempo, charlando con una amiga cuestionábamos ¿Por qué la gente sufre tanto cuando un ser querido se va? ¿En verdad el que sufre más es que se queda o el que tiene que comenzar de nuevo? Tras un par de horas de filosofar comprendí que el que se va sufre por “perder todo” y por comenzar desde cero, pero el que se queda sufre egoístamente porque siente que ha perdido a alguien, en comparación, la pérdida del segundo es sumamente menor.
Probablemente estoy siendo muy egoísta, pero en verdad no quiero que se vaya, no quiero perderlo. Sé que es pequeño y encantador, no tardará en hacer amigos, conocer personas, aprender su lugar en esta nueva sociedad y es justamente eso lo que me aterra, tiene tanto que aprender y tantas cosas nuevas por vivir que me temo olvide los momentos que pasamos juntos, las pequeñas, quizás insignificantes cosas que le enseñé, que me convierta en un recuerdo vago de su infancia temprana.
Seamos sinceros, ¿Cuántos de nosotros recordamos lo que pasó antes de nuestros 4 años? Yo, por lo menos no recuerdo casi nada, pensar en eso me llena de tristeza y temor. No puedo ni quiero aceptar que ese niño, al que vi crecer, que vi caer y levantarse, aprender a hablar, que de pronto me olvide ese niño que en más de una ocasión me llamó “papá” e incluso me dijo “mamá” chusco, quizás, pero eso me dice la importancia que llegué a tener en su vida.
¿Cómo dejar ir al niño que todas las tardes me esperaba sentado en el sillón de casa a esperar que llegara de la escuela para jugar con él, al que le preparé sus favoritas papas a la francesa o que le hiciera su rica agua de limón que le enseñé a tomar como costumbre? ¿Cómo aceptar que la única persona en este mundo que me quiere sin juzgarme, que me acepta tal cual soy, que al mirarme se siente seguro y confía en mí, en la única persona que sin complejos me dice que me quiere o que me necesita se va a ir de mi lado?
¿Cómo dejar ir al niño que todas las tardes me esperaba sentado en el sillón de casa a esperar que llegara de la escuela para jugar con él, al que le preparé sus favoritas papas a la francesa o que le hiciera su rica agua de limón que le enseñé a tomar como costumbre? ¿Cómo aceptar que la única persona en este mundo que me quiere sin juzgarme, que me acepta tal cual soy, que al mirarme se siente seguro y confía en mí, en la única persona que sin complejos me dice que me quiere o que me necesita se va a ir de mi lado?
Ese niño al que amo con todo mi corazón y que se que también siente lo mismo, es mi vida, es lo único que me queda en este mundo. Esa inocencia, esa ingenuidad, esa pureza, van a ir cambiando conforme crezca, cada cosa nueva e importante que aprende irá desplazando y aminorando aquellas viejas memorias y temo ser una de esas antiguas que se rendirán a merced de las nuevas experiencias.
Sé muy bien que no soy su padre y que jamás tendré ese rol, se que debo dejarlo vivir su vida, pero al dejarlo ir siento que pierdo una parte de mi, una que sin lugar a dudas enmarca los momentos más felices que jamás me hayan ocurrido.
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